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    El verdadero establo

    por Giovanni Papini

    lunes, 14 de diciembre de 2020

    Otros idiomas: Deutsch, English

    1 Comentarios
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    • Máryori González

      Saludos. Excelente reflexión. La veo por primera vez. Gracias. Bendiciones

    Jesús nació en un establo.

    Un establo, un verdadero establo, no es el alegre y ligero pórtico que los pintores cristianos han edificado para el hijo de David, avergonzados, casi, de que su Dios hubiera sido acostado en la miseria y en la suciedad. No es tampoco el nacimiento de yeso que la fantasía confitera de los figureros ha imaginado en los tiempos modernos; ni el portal limpio y delicado, gracioso por sus colores, con su pesebre aseado y adornado, el borrico extático, el buey compungido, los ángeles tendiendo sobre el lecho su aleteante festón, los pajes de los reyes con los mantos y pastores con capuchones, arrodillados a ambos lados del lecho. Este podría ser el sueño de los novicios, el lujo de los párrocos, el juguete de los niños, el “vaticinado albergue” de Manzoni, pero no es, no, el Establo donde nació Jesús.

    Un establo, un Establo de veras, es la casa de las bestias que trabajaban para el hombre. El antiguo, el pobre establo de los pueblos antiguos, de los pueblos pobres, del pueblo de Jesús, no es el pórtico con pilares y capiteles, ni la caballeriza científica de los ricos de hoy o la cabañita elegante de las noches de Navidad. El establo no es más que cuatros paredes toscas, un piso sucio, un techo de tirantes y de tejas. El verdadero Establo es obscuro, sucio, hediondo: lo único que hay limpio en él es el pesebre, donde el dueño prepara el pienso para las bestias.

    painting of Mary worshipping Jesus in a cave

    Gentile da Fabriano, Adoration of the Magi (detail)

    Los prados de primavera, frescos en las mañanas serenas, mecidos por el aura, asoleados, húmedos, olorosos, fueron segados; cortadas con el hierro las verdes hierbas y las altas y finas hojas, tronchadas en montón las hermosas flores abiertas: blancas, rojas, amarillas, celestes. Todo se marchitó, todo se secó, todo se coloreó con el color pálido y único del heno. Los bueyes arrastraron hacia la casa los despojos muertos de mayo y de junio.

    Ahora esas hierbas y esas flores, esas hierbas secas y esas flores siempre perfumadas están allí, en el pesebre, para satisfacer el hambre de los Esclavos del Hombre. Los animales las atrapan lentamente con sus grandes labios negros y más tarde el prado florido vuelve a la luz sobre los residuos de paja que sirven de cama, convertidos en húmedo abono.

    Los primeros que adoraron a Jesús fueron animales y no hombres.Este es el verdadero Establo donde Jesús fue dado a luz. El lugar más sucio del mundo fue la primera habitación del único Puro entro los nacidos de mujer. El Hijo del Hombre que había de ser devorado por las bestias que se llaman hombres, tuvo por primera cuna el pesebre donde los brutos rumian las flores milagrosas de la primavera.

    No nació Jesús casualmente en un Establo. ¿No es el mundo, acaso, un Establo inmenso donde los hombres tragan y defecan? Las cosas más hermosas, más puras, más divinas, ¿no las cambian, por ventura, por obra de una infernal alquimia, en excrementos? Luego se tienden sobre montones de bosta, y a esto le llaman “gozar de la vida”.

    Sobre la tierra, porqueriza precaria, donde todos los afeites y perfumes no bastan para ocultar la suciedad, apareció, una noche, Jesús, nacido de una Virgen sin mancilla, sin más armas que la Inocencia.

    Los primeros que adoraron a Jesús fueron animales y no hombres.

    Entre los hombres buscaba a los simples, entre los simples a los niños. Más simples que los niños, más mansos, lo acogieron los Animales domésticos. Aunque humildes, aunque siervos de seres más débiles y feroces que ellos, el Asno y el Buey habían visto a la muchedumbre arrodillada en su presencia. El pueblo de Jesús, el pueblo santo que Jehová había libertado de la esclavitud de Egipto, el pueblo que el Pastor había dejado solo en el desierto, mientras él subía a hablar con el Eterno, obligó a Aarón a quien le hiciera un Becerro de oro para adorarlo.

    En Grecia el Buey estaba consagrado a Ares, a Dionisio, a Apolo Hiperbóreo. La burra de Balaam, más prudente que el prudente, había salvado, con sus palabras, al profeta. Oroz, rey de Persia, colocó un Asno en el templo de Ftah y lo hizo adorar.

    Pocos años antes del nacimiento de Cristo, su futuro señor Octaviano, encaminándose hacia su flota, la víspera de la batalla, dio con un asnerizo acompañado de su borrico. Llamábase la bestia de Nicon, el Victorioso, y después de la batalla el emperador mandó erigir un asno de bronce en el templo para que recordara la victoria alcanzada.

    Hasta entonces reyes y pueblos se habían inclinado ante los Bueyes y los Asnos. Eran los reyes de la tierra, los pueblos amantes de la Materia. Mas Jesús no nacía para reinar en la tierra ni para amar la Materia. Con Él terminará la devoción a la Bestia, la debilidad de Aarón, la superstición de Augusto. Los brutos de Jerusalén lo matarán, pero, mientras tanto, los de Belén lo calientan con sus alientos. Cuando Jesús llegue, para la última Pascua, a la ciudad de la Muerte, lo hará montando un asno. Pero Él es profeta más grande que Balaam, venido para salvar a todos los hombres y no solamente a los hebreos, y no retrocederá en su camino así todos los burros de Jerusalén rebuznen contra él.


    Fuente: Giovanni Papini, Historia de Cristo 5ª Ed. (Trad. Mons. Agustín Piaggio), Editorial Diana S. A. (México), 1962.

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